RYZE, EL MAGO RÚNICO
“Cuiden este mundo. Lo que está hecho, se puede deshacer”.
Ryze es considerado uno de los hechiceros más adeptos de Runaterra. El archimago ancestral y gruñón lleva sobre sus hombros una pesada carga. Con su constitución sin límites y su extenso conocimiento místico, Ryze se pasa la vida buscando Runas Geogénicas por el mundo, fragmentos de magia pura que antaño crearon el mundo de la nada. Debe encontrar esos glifos antes de que caigan en las manos equivocadas, porque si fueron usados para crear Runaterra, también tienen el potencial de destruirla.
Cuando Ryze oyó hablar por primera vez de la existencia de tales fuerzas arcanas, todavía era un joven. Por aquel entonces acompañaba a su maestro Tyrus en las misiones diplomáticas, y a menudo oía conversaciones entre magos ancianos y marchitos que sabía que no debería estar escuchando. Pero él era un joven brillante. Sabía que las Runas eran de gran importancia, y también que tenían algo que ver con el pergamino secreto que Tyrus jamás le había permitido leer.
Durante la década siguiente, las historias de las Runas comenzaron a circular por el mundo a medida que más y más naciones empezaban a encontrarlas y desenterrarlas. Las mentes más brillantes del mundo comenzaron a estudiar esos glifos ancestrales para descubrir qué poderes poseían. No tardaron en descubrir que las Runas no solamente podían crear mundos... sino también destruirlos, un poder inigualable que no tenía ninguna otra fuerza en Runaterra. Las primeras demostraciones del poder de las Runas Geogénicas dejaron una firma salvaje en el mundo; cambiaron las propiedades de la tierra, del mar y del aire en varios cientos de kilómetros a la redonda. La desconfianza creció rápidamente entre las naciones, pues comenzaron a imaginarse el "Poder de los Creadores" usado como arma.
Tyrus y Ryze viajaron de nación en nación intentando sofocar aquella paranoia, pero su éxito se volvió cada vez más precario. Un día, maestro y pupilo se encontraban en misión de mediadores entre dos naciones en guerra que no estaba lejos de Khom, la aldea en la que Ryze había pasado su infancia. Ambos ejércitos acusaban al otro de haber planeado un ataque rúnico contra el otro, y ambos estaban preparados para usar ese mismo poder en defensa propia. El maestro de Ryze supo que, en ese conflicto, no había mediación posible. Los dos bandos estaban resueltos a ir a la guerra, así que Tyrus huyó con su pupilo.
Cuando ya se hallaban a varios kilómetros de la batalla, cruzando una montaña, Ryze sintió como si el suelo se hundiera a sus pies. Era como si la mismísima tierra gritase y tuviera arcadas. El cielo se retorció, como herido de muerte. Tyrus agarró a Ryze y le gritó algo a la cara, pero el aire parecía tragarse cada palabra. Por primera vez, fueron testigos de los efectos de una Runa Geogénica activa.
Unos segundos más tarde, el mundo se estabilizó. Ryze y Tyrus alcanzaron la cima de un pico cercano, y contemplaron el valle en el que habían estado los dos ejércitos. Lo que vieron era de locos; la destrucción desafiaba las leyes de la física. Los ejércitos, la gente y las tierras, todo había desaparecido. A lo lejos, un océano que hasta entonces había estado a más de un día de camino se aproximaba rápidamente a su posición. Ryze no pudo por más que caer de rodillas y quedarse mirando aquel gran agujero en el mundo. Todo había sido consumido... incluida la aldea que una vez llamó hogar.
Durante los días siguientes, la guerra se extendió por todo el continente. Los aliados de aquellos dos ejércitos se enzarzaron en un círculo vicioso de venganza. Incluso Ryze quiso unirse a las Guerras Rúnicas y vengarse de quienes se habían aliado con los destructores de su aldea. Tyrus permaneció al lado de su pupilo y sofocó su sed de venganza haciéndole ver que eso solo perpetuaría el círculo vicioso. Al principio, Ryze se sintió irritado por el pacifismo de su maestro, pero no tardó en ver la sabiduría en sus palabras.
Tyrus proclamó ante los líderes de todo el mundo la necesidad de desactivar hasta la última Runa Geogénica y de guardarlas todas en un lugar en el que nunca pudieran volver a ser usadas. Conscientes de los efectos del cataclismo, los magos de todas las naciones recobraron la sobriedad y acordaron entregar todas las Runas Geogénicas a Tyrus.
El mundo disfrutó de un periodo de paz relativa, pero Tyrus no cesó en su trabajo y reunió tantas Runas Geogénicas como pudo. Pero a medida que el mundo fue sanando sus heridas, Tyrus comenzó a cambiar. Ryze vio cómo su maestro se iba volviendo más distante, en parte por el sentimiento de culpa de no haber podido evitar los ataques y en parte por una fuerza que Ryze era incapaz de determinar. Tyrus comenzó a enviar a Ryze en misiones separadas, como si no quisiera involucrarlo en la obtención de las Runas. A Ryze cada vez le costaba más encontrar sentido a las acciones de su maestro. Pensó que a lo mejor Tyrus estaba intentando protegerlo de los terrores con los que tenía que cargar.
Un día, cuando Ryze estaba haciendo unos recados, oyó que se había producido otro terrible cataclismo, esta vez en el sureste de Valoran, en Icathia. Preocupado por su maestro y amigo, se apresuró en volver a casa, rezando para que hubiera sobrevivido. Cuando llegó, sintió una gran felicidad al comprobar que Tyrus estaba ileso. Pero ese sentimiento duró poco. Para la consternación de Ryze, en el estudio del maestro había tres Runas Geogénicas junto al pergamino que nunca se le había permitido leer.
El joven escuchó quedamente la explicación de su maestro, que aseguraba que, ahora que las Runas Geogénicas estaban en juego, no tenía más remedio que usarlas él mismo. La humanidad se había convertido en un niño insensato que juega con fuerzas que escapan a su comprensión, y Tyrus no podía hacer que entrara en razón. Simplemente tenía que detenerlos.
Ryze intentó razonar con Tyrus, pero no sirvió de nada. Solo entonces pudo ver realmente al hombre que tenía ante él. No se correspondía con el modelo de sabiduría inagotable que había admirado desde que era un niño. Era un hombre normal, susceptible a las mismas tentaciones que cualquier otro. Las Runas lo habían corrompido por completo, y estaba preparado para usarlas una y otra vez, llevándose cada vez un pedazo más del mundo.
Ryze tuvo que actuar. Arremetió contra su maestro con todas sus fuerzas. Tyrus se lanzó por sus Runas, dispuesto a no renunciar a su poder aunque eso significara destruirlo todo. Ryze lo arrolló rápidamente con una violenta oleada de proyectiles arcanos. Y un momento más tarde, Tyrus yacía en el suelo, muerto.
Cuando la mente de Ryze comenzó a procesar lo que había hecho, su cuerpo se puso a temblar. De repente se encontraba a solas con las Runas Geogénicas, y su brillo lo incitaba a tocarlas. Hizo de tripas corazón, recogió aquellos símbolos uno a uno e inmediatamente sintió cómo lo transformaban en algo mayor, más terrible y poderoso de lo que él podría haber sido jamás.
Estremeciéndose, soltó las runas y dio un paso atrás. Si aquellos glifos habían podido corromper a un mago con la fuerza y la integridad de Tyrus, ¿qué podría hacer su pupilo? Pero él era consciente de que, si no asumía aquella tarea, otra persona encontraría las Runas y las utilizaría para sus propios fines. Las Guerras Rúnicas regresarían sin duda.
Ryze apretó los dientes, reunió las tres Runas y las selló. Entonces vio el pergamino secreto que su maestro siempre llevaba consigo y que nunca le había dejado leer... y lo desenrolló para descubrir qué albergaba en su interior. Horrorizado, descubrió que indicaba la ubicación de muchas otras Runas Geogénicas esparcidas a lo largo y ancho de Runaterra. Ryze supo en ese momento que su trabajo prácticamente comenzaba.
Desde ese día, Ryze circula por el mundo guiado por la llamada de algo invisible que en pasado lo aterrorizaba. Le muestra dónde están las runas y le ruega que desbloquee su poder, que se deje consumir por él. Ryze se resiste constantemente a la llamada, y en su lugar sella todas las Runas en lugares secretos a los que ninguna criatura podría acceder. Lleva siglos llevando a cabo esta tarea, pues la magia con la que tiene que lidiar sigue alargando su vida. La gran mayoría habrían desistido ante una tarea de tal envergadura, pero Ryze no puede permitirse aflojar. Y ahora todavía menos, porque en los últimos años ha vuelto a surgir y extenderse el conocimiento sobre estas Runas y el mundo ha olvidado el precio que se pagó por su poder.
“Un viejo amigo”
Ryze estaba tan nervioso que apenas sentía el intenso frío. En comparación con la pesada carga del mago, el clima inmisericorde del Fréljord apenas surtía efecto en él. Tampoco se amedrentó ante el aullido distante de un trol de hielo hambriento. Él estaba ahí porque tenía trabajo que hacer. No era algo que disfrutara, pero sabía que aquello tenía que hacerse y que no podía evitarlo.
Al acercarse a las puertas pudo oír el sonido de las capas de pelaje rozando la madera del suelo, señal de que los guerreros de la tribu iban hacia allí para inspeccionarlo. En apenas unos segundos, pudo verlos en la parte superior de las puertas, con sus lanzas apuntando hacia abajo y listas para matar si el invitado resultaba ser no deseado.
“He venido a ver a Yago”, dijo Ryze, y su piel violeta quedó al descubierto cuando se quitó la capucha. “Es urgente”.
Los guerreros, de expresión estoica, se mostraron sorprendidos por un instante al reconocer al Mago Rúnico. Fue entonces que todos descendieron y trabajaron al unísono para abrir las pesadas puertas. En aquel lugar la afluencia de visitantes no era muy alta, y los que iban solían terminar clavados en picas para disuadir al resto. Ryze, sin embargo, contaba con una reputación que le daba acceso incluso a las regiones más hostiles de Runaterra.
Por lo menos durante unos minutos si no surge ningún problema, pensó.
Al pasar entre todas aquellas filas de personas cuyas caras castigadas por el viento parecían juzgarlo, mantuvo una expresión neutra que ocultaba cualquier duda. Un niño que no debía tener más de cinco años se quedó mirando a Ryze boquiabierto, y se separó de su madre valientemente para mirarlo más de cerca.
“¿Eres un brujo?”, preguntó el niño.
“Algo así”, respondió Ryze casi sin mirarlo, y siguió su camino.
Encontró el camino hacia la parte trasera de la fortificación. Se sorprendió al comprobar que la aldea apenas había cambiado desde la última vez que la había visitado, y de eso hacía varios años. Se dirigió hacia la inconfundible bóveda de hielo cristalino. El brillo azur de la estructura destacaba en aquel entorno apagado de tierra y madera.
Siempre fue un hombre sabio. A lo mejor coopera, pensó Ryze, pero se preparó para lo que pudiera pasar.
En el interior había un mago de escarcha anciano vertiendo vino sobre el plato de un altar. Se giró para contemplar cómo se acercaba Ryze, y por su expresión parecía que lo juzgaba. Ryze sintió cómo su corazón se encogía. Tras un momento, el hombre sonrió y abrazó a Ryze como si fuera un hermano.
“Estás muy delgado”, aseguró el mago. “Deberías comer más”.
“Tú deberías comer menos”, respondió Ryze, haciendo alusión a la curva de la panza de Yago.
Los dos amigos rieron largo rato, como si nunca se hubieran separado. Ryze, poco a poco, comenzó a bajar la guardia. Había muy pocas personas en en mundo que él considerara sus amigos, y era reconfortante para su alma hablar con uno de ellos. Ryze y Yago se pasaron la hora siguiente recordando tiempos pasados, comiendo y poniéndose al día. Ryze había olvidado lo bueno que era conversar con otro ser humano. Podría pasarse un par de semanas fácilmente con él, bebiendo vino y compartiendo historias de triunfos y derrotas.
“¿Y qué te trae tan adentro del Fréljord?”, preguntó finalmente Yago.
De repente, Ryze volvió a la realidad. Recordó rápidamente las palabras que había preparado cuidadosamente para cuando la conversación llegara a ese punto. Le contó la historia de sus días en Shurima. Había ido para investigar una tribu nómada que, de la noche a la mañana, había conseguido riquezas y tierras, casi un pequeño reino. Al inspeccionarlos, Ryze descubrió que tenían una Runa Geogénica en su poder. Se resistieron, y...
Ryze bajó la voz para no desentonar con el silencio de la estancia. Le explicó que, a veces, hay que hacer cosas horribles para que el mundo permanezca intacto. A veces, es necesario que pase algo horrible para evitar un cataclismo.
“Deben ser guardadas a buen recaudo”, dijo Ryze, llegando por fin al tema principal”. “Todas”.
Yago asintió gravemente, y la complicidad que habían compartido se desvaneció al instante.
“¿Nos la quitarías aun sabiendo que es lo único que mantiene alejados a los troles?”, preguntó Yago.
“Sabías que pasaría”, dijo Ryze, no dejándole alternativa. “Lo has sabido todos estos años”.
“Danos más tiempo. Esta primavera nos dirigiremos al sur. ¿Cómo sobreviviríamos al invierno?”
“Ya me has dicho eso antes”, dijo Ryze fríamente.
Le tomó por sorpresa que Yago le agarrara las manos e insistiera en su súplica.
“Hay varios niños con nosotros. Y tres o cuatro de nuestras mujeres están embarazadas. ¿Nos condenarías a todos?”, preguntó Yago con desesperación.
“¿Cuántas personas vivís en esta aldea?”, preguntó Ryze.
“Noventa y dos”, respondió Yago.
“¿Y cuántos habitantes tiene el mundo?”
Yago se quedó callado.
“Ya no puede esperar más. Fuerzas oscuras se están preparando para hacerse con ella. Cuando me vaya hoy, tiene que venir conmigo”, exigió Ryze.
“Solo la quieres para ti”, lo acusó súbitamente Yago con furia.
Ryze miró a Yago a los ojos, vio que aquel rostro era el de un desalmado, y ya no pudo reconocer al hombre que había conocido. Ryze trató de explicarle que, mucho tiempo atrás, había aprendido a no usar las Runas, y que el precio de usarlas siempre era demasiado alto. Pero aquel hombre había perdido la cordura y ya no se podía razonar con él.
De repente, Ryze cayó al suelo y se retorció de dolor. Alzó la vista y vio a Yago en postura de lanzamiento de hechizos. En sus dedos chisporroteaba un poder que ningún mortal debería poseer. Cuando Ryze comprendió lo que estaba pasando, inmovilizó al mago de escarcha con un anillo de poder arcano, y eso le dio justo el tiempo necesario para ponerse en pie.
Ryze y Yago se enfrentaron entonces en un choque de poderes que el mundo llevaba mucho tiempo sin ver. Yago abrasó la piel de Ryze con lo que parecía la fuerza de veinte soles. El Mago Rúnico contraatacó con una serie de potentes proyectiles arcanos. Tras un enfrentamiento que pareció durar horas, los poderes combinados de los dos atacantes terminaron abriendo una brecha en el templo y la gruesa bóveda de hielo se desplomó sobre ellos.
Ryze, herido gravemente, se arrastró a duras penas para salir de los escombros y consiguió ponerse de rodillas. Si bien algo borroso, pudo ver cómo Yago, maltrecho, intentaba abrir una caja fuerte que había desenterrado. Por el brillo del anhelo en sus ojos, Ryze supo perfectamente qué había en su interior y qué pasaría cuando lo tuviera.
Ryze había agotado toda su energía mágica, así que saltó sobre su viejo amigo y le pasó el cinturón por el cuello, dispuesto a estrangularlo. No sintió nada; el hombre por el que había sentido amor unos minutos antes ahora solo era una tarea que debía ser completada. Yago peleó con fuerza, agitando las piernas en busca de un punto de apoyo. Y finalmente murió.
Ryze cogió la llave del collar de Yago y abrió la caja. Extrajo la Runa Geogénica, que latía y emitía un poderoso brillo sobrenatural de color anaranjado. Enrolló la Runa utilizando un pedazo de la capa de su camarada caído, la colocó con cuidado en su morral y salió como pudo del templo, dando un suspiro apenado por la pérdida de su amigo.
El Mago Rúnico se dirigió hacia las puertas de la aldea, y vio las mismas caras castigadas por el viento que lo habían visto llegar. Los miró de soslayo, temiendo un ataque por su parte, pero ningún aldeano se movió ni intentó detenerlo. Ya no parecían defensores feroces; eran personas aturdidas que estaban a punto de enfrentarse a su fin. Miraban a Ryze con desamparo e indefensión.
“¿Qué vamos a hacer?”, preguntó la abuela, con el niño todavía agarrado al pelaje de su capa.
“Yo me iría”, respondió Ryze.
Sabía que, si se quedaban, los trols bajarían a la aldea por la noche y no dejarían a nadie con vida. Y tras los muros de la aldea acechaban peligros todavía peores.
“¿No podemos ir contigo?”, preguntó el niño.
Ryze se detuvo un momento. Una parte de él, un vestigio de compasión irracional en su interior, le gritaba: Acompáñalos. Protégelos. Olvídate del resto del mundo.
Pero sabía que no podía. Ryze emprendió su fatigosa marcha por la nieve freljordiana, y prefirió no mirar a las caras que estaba dejando atrás. Al fin y al cabo, eran las caras de los muertos, y debía centrarse en los que sí que podía salvar.
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